Ver para dudar: cuando ver ya no es igual a creer
Vivimos en un mundo donde las imágenes ya no garantizan la verdad. La inteligencia artificial nos conmueve profundamente, pero también nos llena de dudas. Ahora incluso cuestionamos lo real, poniendo en crisis nuestra confianza visual. Este ensayo reflexiona sobre esta paradoja contemporánea y cómo, desde la sospecha, puede surgir una oportunidad: reconectar profundamente con nuestros sentidos y volver al contacto genuino con lo humano.
ENSAYOS
Psic. Manuel Martínez
6/19/20255 min read


Hace no demasiado tiempo comenzaron a llegar a las pantallas de nuestros dispositivos imágenes tan extrañas como fascinantes. Retratos hiperrealistas de personas en situaciones improbables, inexistentes, generados por inteligencias artificiales; escenas imposibles de animales con gestos demasiado tiernos, casi humanos; videos cotidianos con movimientos antinaturales. Eran intrigantes, divertidas incluso, pero rara vez lograban convencernos. Sabíamos que eran artificios digitales, primeros intentos de las IA por imitar rasgos faciales o gestos humanos. Siempre había algo que revelaba el truco: dedos extra, letras ilegibles, expresiones grotescas.
Sin embargo, poco a poco esas imperfecciones han comenzado a desaparecer. El scroll infinito que recorre nuestras pantallas hoy nos muestra videos e imágenes indistinguibles de la realidad. Personas haciendo acrobacias increíbles, entrevistas hiperrealistas con inteligencias artificiales antropomorfizadas; animales realizando gestos conmovedores. Primero reaccionamos con sorpresa o emoción genuina. Pero segundos después llega la sospecha incómoda, que nos susurra: ¿esto realmente sucedió?
Históricamente, durante muchos siglos, la distancia o la falta de contacto directo hacían difícil confiar plenamente en lo que solo se escuchaba o leía. Relatos de viajeros que describían criaturas lejanas como elefantes llegaban acompañados de ilustraciones distorsionadas, y no era hasta la experiencia directa que podíamos realmente "ver para creer". La llegada de la fotografía primero, y del video después, prometía resolver esta distancia: ya no teníamos que confiar únicamente en palabras; ahora veíamos directamente lo ocurrido en otras partes del mundo, a través de imágenes tomadas por lentes—primero borrosas, luego cada vez más nítidas— que nos conectaban con la verdad desde lejos. Incluso hoy en día, muchas personas jamás han visto en persona animales tan extraños como el ornitorrinco o los tardígrados, seres sorprendentes que desafían nuestra imaginación. Y sin embargo, no dudamos de su existencia porque contamos con evidencias visuales sólidas y consistentes, respaldadas por la confianza cultural y científica. La imagen ha servido, hasta ahora, como un puente confiable hacia la certeza, incluso para lo improbable.
La paradoja actual es que esta misma tecnología visual, que alguna vez extendió la confianza al permitirnos ver directamente hechos distantes, ahora produce imágenes que ya no son capturadas por lentes reales sino generadas digitalmente desde cero. La imagen ya no actúa como evidencia, sino como creación, lo que devuelve una desconfianza primitiva, analógica, a nuestra experiencia visual. Este movimiento se parece al símbolo del uroboros, esa serpiente que se devora a sí misma en un ciclo continuo. Lo que nos alejó del cuerpo mediante prótesis visuales tecnológicas ahora nos regresa inevitablemente al cuerpo, a la necesidad de verificar con nuestros propios sentidos.
Lo más inquietante es que esta nueva dinámica no solo afecta nuestra relación con imágenes falsas. Ahora, incluso las imágenes reales se ven sometidas a la sospecha constante. Videos auténticos, noticias verdaderas, situaciones reales capturadas espontáneamente son cuestionadas de inmediato. ¿Es esto real o generado por IA? El escepticismo visual se ha vuelto tan habitual que empezamos a dudar de todo. Y en ese proceso, lo genuinamente real pierde credibilidad. El daño colateral de nuestra desconfianza generalizada es profundo: hemos comenzado a perder la capacidad de distinguir claramente lo que merece nuestra fe visual.
Jean Baudrillard (1994) anticipó claramente este fenómeno al señalar que en la era del simulacro, las imágenes ya no remiten necesariamente a un original, sino que lo sustituyen, haciéndose más reales que lo real. Antonio Damasio (1999), desde la neurociencia, explica cómo nuestro cerebro reacciona emocionalmente antes de que podamos evaluar racionalmente lo que vemos. Así, aunque sospechemos rápidamente que una imagen es falsa, ya hemos experimentado una emoción genuina frente a ella.
No se trata aquí de rechazar el avance tecnológico. No estamos abogando por abandonar dispositivos o desconectarnos. El fenómeno es más complejo y más sutil: consiste en reconocer que la misma tecnología que expandió nuestro alcance visual y emocional hoy se ha vuelto tan potente que pone en duda lo que vemos, obligándonos a buscar nuevamente conexiones sensoriales más directas. El retorno al cuerpo no es una negación de la imagen digital, sino una forma posible de resistir la disolución del sentido en un mar de estímulos automáticos. Caminar, escuchar el timbre real de una voz, tocar sin pantallas intermedias, mirar sin filtro. No para cancelar la virtualidad, sino para que ésta no absorba por completo nuestra capacidad de sentir.
Pero también hay un fenómeno paralelo que merece ser nombrado. Nos encontramos cada vez más inmersos en interacciones con inteligencias artificiales altamente complacientes, programadas para satisfacer, entretener y evitar toda incomodidad. Muchos usuarios caen en la ilusión de estar teniendo interacciones genuinas, cuando en realidad conversan con algoritmos cuidadosamente diseñados para no contradecirlos, no cuestionarlos, no desafiarlos. Aquí no solo se desvanece la autenticidad del vínculo, sino también la posibilidad del pensamiento crítico y la apertura a lo otro.
Estos puntos nos remiten a la inquietante teoría del "internet muerto", que sugiere que buena parte del contenido que consumimos diariamente es generado automáticamente por algoritmos e inteligencias artificiales, no por humanos. El vértigo aquí es radical: ¿qué significa confiar nuestra percepción a un entorno digital cuyo contenido ya no tiene un referente humano claro? Cuando la mayor parte de lo que vemos podría ser generado artificialmente, la duda se convierte en un acto indispensable de supervivencia perceptiva.
Byung-Chul Han (2012) observó cómo la hipertransparencia digital puede vaciar nuestras experiencias de profundidad simbólica. Ahora quizá debamos añadir que esta misma hipertransparencia puede convertirse en un llamado para regresar a la oscuridad del cuerpo, al misterio y la riqueza de las interacciones humanas directas. Maurice Merleau-Ponty (2005) insistió en que la percepción nunca es solo visual: es táctil, corporal, encarnada. Y ahora esa realidad encarnada emerge nuevamente como la única garantía fiable cuando las imágenes digitales pierden su poder probatorio.
Porque al final, aunque dudemos, seguimos necesitando imágenes. Seguimos necesitando conmovernos, desear, percibir. Pero quizás también necesitemos algo más: volver a sentir el mundo con el cuerpo entero. No como una negación de la imagen digital, sino como una forma de reconectarnos con lo real desde lo sensorial, lo compartido, lo inmediato.
Volver a lo analógico no es una solución simplista ni un gesto nostálgico, sino una forma posible de resistir la disolución del sentido en un mar de estímulos automáticos. No para cancelar la virtualidad, sino para que ésta no absorba por completo nuestra capacidad de sentir. Aun así, tampoco podemos renunciar a lo que la imagen digital puede ofrecernos: nuevas formas de emoción, de descubrimiento, de imaginación compartida. La pregunta, entonces, no es si debemos quedarnos con lo uno o lo otro, sino cómo sostener ambas dimensiones sin perder el anclaje simbólico que nos hace humanos.
Tal vez el desafío esté ahí: en no dejar que la imagen suplante el contacto, pero tampoco negar que incluso una imagen sintética puede tocarnos. En aceptar que algunas emociones nacen de lo falso, y sin embargo son reales. Que la conmoción puede ser verdadera incluso cuando el hecho no ocurrió.
Y en medio de todo eso, una inquietud persiste:
¿qué se mueve en mí cuando algo se mueve en la pantalla?
¿Y qué queda cuando lo que me conmovió… tal vez nunca ocurrió?
Lo que inventamos puede conmovernos. Y en lo que nos conmueve… nos reinventamos como humanidad.
Referencias:
Baudrillard, J. (1994). Simulacros y simulación. Editorial Kairós.
Damasio, A. (1999). El error de Descartes: La emoción, la razón y el cerebro humano. Crítica.
Han, B.-C. (2012). La sociedad de la transparencia. Herder.
Merleau-Ponty, M. (2005). Fenomenología de la percepción. Ediciones Península.
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